Desde hace algunos años se conoce que las experiencias vitales pueden modificarnos incluso a un nivel genético. En efecto, la epigenética es la ciencia que estudia todo proceso por el cual la información genética es alterada por los cambios ambientales, y sabemos que estos cambios no siempre son positivos. Hay experiencias que procesarlas se convierte en un auténtico desafío —en particular, los traumas— y las investigaciones más recientes apuntan a que estas experiencias no solo afectan la psicología sino también la biología.
En un grupo de mujeres que vivieron de cerca los ataques del World Trade Center en Estados Unidos, se encontró que sus hijos eran más pequeños que la media. Las madres también presentaban bajos niveles de cortisol —una hormona relacionada con el estrés— y sus hijos mostraban niveles bajos de cortisol en saliva. Los niveles bajos de esta hormona han sido considerados indicadores de Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT).
Estas evidencias sugieren la existencia de un vínculo estrecho entre la experiencia del trauma en los padres y la vulnerabilidad hacia problemas de salud mental de los hijos. Desde un punto de vista evolutivo, que los hijos de una persona que ha vivido experiencias traumáticas nazcan con una sensibilidad más aguda por este tipo de experiencias, tiene todo el sentido del mundo. Es una respuesta adaptativa.
Ciertamente, todos tenemos unos niveles específicos de sensibilidad hacia el peligro que, una vez detectado, produce una cascada de cambios fisiológico que incluyen niveles altos de adrenalina y cortisol —las hormonas del estrés. El problema aparece cuando estos niveles no son reestablecidos luego de que el peligro ha pasado.
El Estrés Postraumático no fue considerado una enfermedad mental hasta hace relativamente poco, precisamente porque no se encontraba un modelo científico que justificase la existencia de un estado prolongado de activación en el cuerpo, incluso cuando el peligro ya había pasado.
Parece mentira que un trastorno tan inhabilitante como el TEPT no fuese identificado como tal sino hasta evidenciar las consecuencias de la guerra de Corea o la de Vietnam. Los descubrimientos más recientes apuntan a que, indistintamente de la experiencia traumática —guerra, campos de concentración, abusos o accidentes—, la mayoría de las personas con TEPT muestran niveles bajos de cortisol.
A medida que pasa el tiempo se conocerán más cosas sobre el TEPT y sobre cómo se puede intervenir para aliviarlo.
Muchos psicólogos creían que incluir el TEPT en el DSM-III era un decisión motivada, casi exclusivamente, por intereses políticos. Sin embargo, ahora conocemos que el TEPT es un trastorno muy inhabilitante y que el TEPT y el bajo cortisol van acompañados. Por ejemplo, casi la mitad de los descendientes de sobrevivientes del Holocausto con TEPT muestran niveles bajos de cortisol.
La interpretación dominante es que el bajo nivel de cortisol predispone biológicamente a sufrir de TEPT. Se sabe, por ejemplo, que los veteranos de Vietnam que tenían más probabilidades de sufrir un TEPT eran aquellos que, en su niñez, habían experimentado abusos. En un estudio con personas que habían sido violadas o habían experimentado un accidente automovilístico se encontró que aquellas víctimas con niveles de cortisol más bajo, desarrollaban el TEPT más frecuentemente que las víctimas con niveles de cortisol estables.
Pero, ¿cuál es el mecanismo que conecta la exposición al trauma con bajo cortisol y con un potencial TEPT? Se ha encontrado que los veteranos de Vietnam con TEPT tienen un número mayor de receptores de glucocorticoides. Estos son proteínas a los que el cortisol se adhieren para producir los cambios corporales propios de una respuesta de estrés. Esta abundancia de receptores de glucocorticoides explica tanto el bajo nivel de cortisol —los receptores son los que lo captan— y la respuesta elevada de estrés.
Como hemos dicho ya en otra entrada, los cambios experimentados por una experiencia traumática pueden manifestar en generaciones posteriores. En un estudio con ratas se encontró que una respuesta emocional negativa —miedo— condicionada a un estímulo neutro —el olor del cerezo— por un estímulo negativo —descarga eléctrica suave—, produjo la misma respuesta emocional negativa en dos generaciones de ratas. La experiencia traumática había provocado cambios en la fisiología neuronal pero también en el esperma. Estos modelos animales, si bien no son iguales a los humanos, dan una idea de cómo podrían funcionar los nuestros.
En una nota más positiva, los investigadores encontraron que luego de una intervención para eliminar el condicionamiento establecido, las futuras generaciones no mostraban los efectos negativos que habían mostrado cuando sus padres o abuelos habían sido condicionados a tener miedo a un olor inocuo. Esto se ha observado también en personas que han acudido a terapia.
Estos cambios epigenéticos pueden representar los intentos del cuerpo para preparar a las futuras generaciones a desafíos similares a los que encontraron sus padres. Depende entonces de si el ambiente de las nuevas generaciones confirma el mismo patrón de estímulos negativos que existió en las generaciones pasadas.