La necesidad de una nomenclatura uniforme y oficial en psiquiatría ha sido aparente durante muchas décadas, pero las clasificaciones tempranas que se habían conseguido produjeron una variedad de sistemas conflictivos. Esta confusión perduró hasta la introducción del DSM, el Manual Diagnóstico y Estadístico de trastornos mentales.
Las primeras versiones del DSM lograron instaurar un poco de orden en el campo, pero les faltaba una base de investigación sólida, que como consecuencia provocaba que los diagnósticos no sean precisamente definidos y asignados.
Un antes y un después en la historia del DSM lo marcó el DSM III, que abordó exitosamente todos estos problemas mencionados. Las versiones subsiguientes significaron añadir mejoras no substanciales, es decir, que mantenían la estructura básica del DSM III pero precisaban aspectos menores. A todas luces, las nuevas versiones del DSM no han considerado que se deban llevar a cabo mejoras sustanciales.
Estos sistemas de clasificaciones, aunque tienen muchas bondades, tienen también muchas limitaciones. La más fundamental de todas es reconsiderar la clasificación de las enfermedades mentales como categorías o dimensiones. Actualmente, tanto el DSM como la CIE utilizan un sistema de clasificación basado en categorías. Sin embargo, hay cada vez más evidencia a favor de una clasificación basada en dimensiones. Especialmente porque los diagnósticos no parecen ser categorías totalmente independientes entre sí. Muchos diagnósticos comparten síntomas y ocurre también que la diferencia entre una persona enferma y una sana es un tanto arbitraria, como cumplir un número determinado de síntomas de una lista más grande de síntomas.
Como se puede ver, los problemas de la clasificación de las enfermedades mentales son importantes. Es necesario que seamos capaces de descubrir maneras más creativas de abordar los problemas de salud mental, con herramientas más potentes y análisis más apropiados.